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martes, 30 de diciembre de 2008

La nocturna (II)



La noche era agitada, tal como lo había sido Buenos aires desde hacía más de un siglo como cabeza coronada y rostro sonriente del pueblo. Los haces de luz atravesaban sus calles como puñales mientras en el cielo monstruosas nubes antinaturales prohibían la visión de un cielo estrellado.

No voy a decirles en que año ocurrió esto, dejaré que lo deduzcan.

En una calle tan transitada como cualquiera hay un grupo de edificaciones que resistieron el paso del tiempo con apenas unas capas de pintura como única transformación, ostentando un rostro que los ignorantes llamarían viejo, los más respetuosos antiguo, pero solo los sabios saben que son de naturaleza ancestral, una naturaleza que ni quienes viven en sus habitaciones conocen.
Entré en el edificio, y eché una mirada a las paredes: habían quitado el ornamental empapelado y colocado un recubrimiento luminoso; oh tiempos, oh modas, cuantos años habrían pasado sin acudir a este sitio... una vida atrás, quizás.
La puerta del departamento en el segundo piso estaba arruinada por décadas sin abrirse. Alguien arregló que no fuera usado hasta mi regreso, pensé, y lo bendije para mis adentros. La última puerta de madera en el edificio, quizás la última en la ciudad, soltó el lamento de una viuda al abrirse. El aire hacinado, aire de catacumba cerrada, invadió mis pulmones al instante sin darme tiempo a saborearlo mientras daba el primer paso. Pronto recordé el motivo para encontrarme ahí, y dejé de lado las nostalgias y me concentré en la razón de mi presencia aquí.
El antiguo mueble se alzaba abarcando toda una pared, haciendo gala de sus ornamentos tallados por manos tan hábiles que dudaba fueran humanas, y lo digo seriamente ya que no solo databa de una época anterior al edificio sino anterior a la ciudad y al reino que lo colonizó. Abrí una de sus puertas: un murmullo pareció pronunciar un nombre maldito sobre mis oídos.
Las yemas de mis dedos acariciaron los lomos curtidos de los libros. Cerré mis ojos para apreciar mejor los detalles, y fué entonces, sobre una piel que parecía de serpiente, donde entre las escamas sentí grabado el bajorelieve de una serpiente alada, lejana a la descripción azteza de Quetzalcoatl o del diablo cristiano.
- Vendrás conmigo, es hora de consultarte otra vez -dije en voz alta
Entonces, de algún lugar en la oscuridad de la habitación, oí el murmullo en una lengua olvidada: - Ella-quien-es-la-noche viene contigo?
No pude ver a nadie aunque por reflejo encendí una linterna y volteé en todas direcciones. Me sentí estúpido al recordar que la naturaleza de mi misión traía consigo esta clase de cosas.
- Ella ya ha sido despertada... -respondí, y aunque fuera mucha osadía me permití bromear- ahora hay que esperar a que se peine y vista...

La nocturna (I)

Era una noche como cualquiera en la misma tierra en la que crecí y nací, con un cielo de estrellas blancas que parecían de colores tenues tras verlas un largo rato, o verlas bajo la influencia de alguna sustancia ilegal de aquellas que me gustaban tanto; una noche con un barullo de fondo típico de viernes trasnoche, con chicas chillando por todas partes, incluso en mi casa. Incluso chillaba yo, por aquel entonces con 15 años. Mi nombre es Luciana, o al menos lo era hasta aquella noche.

Como es costumbre con las chicas de esa edad tuve un cumpleaños de 15 fastuoso, con salón, mucha comida, muchos invitados y momentos emotivos sobreactuados. Por mi elección el vestido era corto así como el tiempo de uso del salón, en el que estuvimos cuatro horas antes de ir con mis amigos a bailar y los parientes a lugares diversos.
No es costumbre recibir como regalo un par de senos nuevos y grandes. No es costumbre que el padre, tras bailar el vals, se echara como buitre sobre indefensas veinteañeras divorciadas a quienes yo conocía del club. No es costumbre que la madre se emborrachara y acabara llendose dormida en el auto de mis padrinos. Como sea...
Menos es costumbre que una chica invite a un profesor de su escuela a su fiesta. Cuando le dí la invitación al profesor, su expresión de discreto asombro me hizo responder lo que no preguntó:
-Desde que lo conozco no lo trato bien. Es mi forma de disculparme.
-No hay por que -dijo- voy a ir, pero quiero que sepas que tu secreto está guardado conmigo.
No entendí a qué se refería hasta que me enteré que el profesor anterior, a quien este joven había reemplazado, había sido profesor suyo también. Quizás le hubiera contado que fuimos lujuriosos amantes. Quizás hablara de otra cosa, pues mis secretos eran muchos.
Aquella noche, saliendo del salón, lo ví en la esquina como esperando algo, viendo hacia el infinito, o el horizonte negro sobre la calle, y me acerqué ante los gritos de las chicas que me apuraban para ir a bailar.
-Profe, si no tiene como viajar le pido al tío que lo acerque -le dije
-No, gracias ****** -dijo, nombrando mi apellido en vez de mi nombre
-Hoy puede llamarme Luli
-En verdad? -dijo, sonriendo de manera extraña- Creo que nuestro maestro no te dijo que todos tenemos un nombre desde antes que te den un nombre tus padres.
-Sí, me lo dijo -respondí y me eché a reir sin saber porque- pero nunca voy a saber cual es el mío.
Entonces me miró fijo a los ojos, cosa que ningún varón hizo más de tres segundos esa noche, y tras un silencio volvió a hablar:
-Lilisha.
Un viento se alzó de frente y me cubrí la cara. Cuando quise volver a mirar, el profe ya no estaba.
Volví con mis amigas y mientras caminábamos hacia el boliche alcé la vista al cielo, y aunque no había tomado nada ilegal (aún) las estrellas se veían de colores. E incluso, por un momento, creí ver en lo blanco de la luna menguante a una mujer, y en la negrura que le faltaba a su cabellera oscura...