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viernes, 7 de agosto de 2009

Conejito blanco, reina roja

Era una tarde casi cualquiera. El sujeto había perseguido a la chica desde q la conoció en aquel boliche. En aquella fiesta donde ella, una promotora de carreras, le había hecho el favor de darle su sexo desenfrenado, todo el placer q podría sentir un hombre en su vida, en tan solo unos minutos.


Él no se había resignado cuando la vió alejarse en una moto a gran velocidad. Con su traje blanco y su apuro por llegar a otra fiesta lo había dejado con ganas de más, y no la perdería.
Viajó cientos de kilómetros. Solo se detuvo una vez para dormir y otra, inesperada, para ayudar a una chica q había sido atacada en su casa, en el camino a un lado del bosque.
Al fín la encontró: una fiesta privada en una casa quinta, en un sitio alejado, un lujoso y cerrado sitio alejado de todo hombre.
Dejó su moto en el camino. Intentó entrar por las buenas, y no le permitieron hablar siquiera con la chica. A escondidas entró por detrás, saltando una alta pared y callendo de repente. Aunque costó, llegó a ella, pero ya lo había olvidado; no recordaba su nombre ni quien era, y dió la alarma en cuanto pudo.
Una docena de mujeres aparecieron, todas tan hermosas como la chica de blanco q el muchacho persiguió por tanto tiempo, y tras ellas, un tanto mayor pero igualmente una hermosa mujer, llegó abriendo paso entre todas con su sola presencia aquella q portaba una corona y un cetro de mando.
Lo observó, con escrutante mirada. Los guardias acudieron y aguardaron junto a ella, en silencio.

"Córtensela" dijo, y los guardias asintieron y se lo llevaron arrastras.

Chica de rojo (II)

Carolina seguía viaje cuando halló al muchacho del bar q no la quiso ver. Estaba detenido viendo hacia el bosque, hacia la nada de civilización q rodeaba aquella zona olvidada por el avance del progreso.
-Necesitas q te lleve?
-No, gracias
-Q´haces ahí?
-Venía siguiendo a alguien, creo q se metió en moto por acá.
Carolina lo ignoró. Nadie podría haberse metido por ese bosque en moto.
Siguió camino hasta la casa de la abuela. Era de día aún, pero se suponía q debía llegar de mañana; al acercarse a la puerta vio un papel q decía "la puerta está abierta, tu abuela está durmiendo. Puedes comer la carne en la heladera".
Carolina supo q era un mensaje de la anterior enfermera. Nadie se quedaba ahí mucho tiempo, y hasta q consiguieran otra para cuidar a la vieja podría pasar un tiempo.
Comió bastante, la carne era tierna como de cerdo, pero amarga como de pavo. Bien sazonada quedaba deliciosa. Había demasiada carne en el freezer, como si hubieran metido ahí al animal completo.
Subió la escalera con la bolsa de medicamentos q le dieron. La casa era grande pero de estilo anticuado, y silenciosa. La vieja no hacía ruido. Al entrar en la habitación se acercó a la cama y trató de llamarla; no reaccionó.
Insistió, y luego abrió las mantas: quien estaba ahí no era su abuela sino el tipo europeo del bar, y estaba desnudo y cubierto de sangre.
Asustada quiso huir, pero sin darse cuenta entró en el baño. En la bañera, llena de sangre, flotaba la cabeza de la anciana, y su cuerpo, desmembrado, habría ido a parar a...
Intentó salir. El sujeto le había cerrado el paso. Tras él se veía la ventana, y fuera el cielo oscureciendo. Tras ella, otra ventana mostraba la luna saliendo. Una enorme y redonda luna llena...
La ropa de Carolina fué despedazada. El sujeto se veía más grande, velludo, sus dientes crecían y sus manos se volvían garras. Sintió un pánico inimaginable y gritó con toda su fuerza, pero cuando parecía q iba a perder la vida el mostruo la tomó firmemente, le dió la vuelta, y penetró en ella salvajemente mientras la sujetaba con garras frías y filosas como el acero, echando su bestial peso sobre su delicado cuerpo juvenil.
Igual dolor, distinto fin.
Despertó mucho después, herida y débil. Dificilmente llegó a las escaleras y rodó por ellas. La casa había sido saqueada, nada de valor quedaba ahí, ni el dinero de Carolina, solo efectos personales de la anciana y el auto.
A la mente le vino una canción q no recordaba haber escuchado; quizás lo hubiera hecho en sueños...
Ando en moto,
me como a la abuela
saqueo la casa
y prendo una vela.
Soy poderoso
en la luna llena,
espero un poco
y tomo a la nena!

Chica de rojo (I)

Su nombre era Carolina. Para ella, toda la vida en la ciudad se reducía a sexo, droga y alcohol, una corta vida llena de excesos y exitación. No pasaba un día sin q su corazón latiera a 140 pulsos por minuto. El dinero que manejaba era tan pecaminoso como los vicios en que lo gastaba.
Sus padres, ambos criados a la antigua, eran católicos conservadores, moralmente cerrados a lo q los siglos trajeron a la sociedad, tanto lo bueno como lo malo.
Una tarde, sus padres descubrieron entre sus cosas un vestido elastizado, un catsuit de color rojo vivo. Ya hubiera sido bastante enojo encontrarlo para, además, verlo de rojo: el color ícono de las prostitutas.
De haber sabido lo q pretendía al usarlo la hubieran matado en lugar de castigarla.
Sin pensarlo dos veces enviaron a Carolina a casa de su abuela; la anciana necesitaba alguien q la cuidara hasta q una nueva enfermera acudiera hasta su casa, un pueblo apartado, lejos de la civilización, los boliches, el ruido urbano y la depravación cosmopolita.
Carolina se detuvo frente a un bar a un lado de la ruta. Se suponía q no debía apartarse del camino ni detenerse, pero era su costumbre desobedecer reglas. Era un bar donde rudos camioneros y motoqueros fuera de la ley se detenían a beber hasta desmayarse, lo cual le hizo pensar lo q podría conseguir ahí. Su hambre de hombres la hizo ponerse de nuevo su pecaminoso atuendo ajustado, el mismo q su madre creyó haber echado al fuego.
Entró con un sobretodo, charló con el dueño, y tras beber un trago gratis se subió a una mesa. Con la atención de los presentes se quitó el sobretodo y comenzó a contonearse. Gritos desaforados la rodearon, babosos hombres se le insinuaron al ver sus adolescentes formas bullentes de potencial sexual. Tras unos minutos hizo su siguiente movida: "Quieren ver más? cuanto vale esto para ustedes?".
El cantinero pasó una vieja gorra, y al cabo de una pasada había recaudado más q en todo el resto del día. Un solo hombre, un muchacho q estaba de paso, no puso más q el valor de su trago y se marchó, siguiendo una búsqueda.
Carolina abrió el frente del provocador catsuit, mostrando piel, en apretado espacio entre sus pechos, y el público enloqueció. Desabrochó una pierna, luego otra, y sus muslos quedaron descubiertos. Más dinero llovía y desbordaba de la gorra q el cantinero debió vaciar en la caja y volver a llenar.
Acabó sobre una mesa, con tan solo una tanga. Tomó su sobretodo y pasó hasta detrás de la barra entre aplausos, silbidos y gritos. Se volvió a vestir y estaba juntando el dinero q había pactado con el cantinero cuando un sujeto corpulento de acento europeo le hizo una proposición q al principio, no por no desearlo, rechazó; pronto vió salir del bolsillo un gordo fajo de billetes extranjeros, más valiosos q los propios, y cedió con gusto.
Pasó el tiempo. Carolina despertó en la cama del cantinero q había usado una hora para conseguirse un sueldo q su padre soñaría con obtener en tres meses.
Al salir el cantinero, dándole al fin una cuantiosa suma, le dijo: -espero q no seas de las q hablan después de hacerlo.
-Por q? -preguntó Carolina
-Estos tipos q encontrás en las rutas son peligrosos. Nunca sabes de donde vienen, o lo q son capaces de hacer. Aunque... creo q ya sabes lo q puede hacer este -agregó, riendo con picardía.
Carolina se marchó en su auto, temerosa. Recordó q le había contado al sujeto sobre su viaje y sui abuela. Esperó, temerosa, q eso no implicara nada.

sábado, 1 de agosto de 2009

Las cavernas (III)

El profesor Z analizó la primer parte de la grabación tres veces. El resto de la grabación, cuando se suponía que Hiarana caía al agua, se había estropeado, quizás por la misma presión del que destruyó la cámara.
Algo estaba oculto entre las estalagmitas de esa caverna, sin embargo Hiarana no podía recordarlo. De hecho, lo que recordaba no se lo había dicho: prefirió callar, tomar sus cosas e irse a su casa, con sus oscuras y protectoras hermanas; no podía culparla por ello, después de todo, con la situación que tuvieron.
El dejo de sensibilidad del profesor indicaba que aún había rastros humanos en él...
De un día para el otro organizó la expedición. Descendió él mismo hasta la caverna, en un batíscafo que casi se destruye en el acto por el accidentado trayecto. Tres hombres lo acompañaban, un biólogo, un geólogo y un marinero con experiencia en buceo y combate.
Recorrieron la caverna por al menos una hora, tomando muestras de minerales y fotos, buscando a cada centímetro rastros de algún ser en ese sitio, hasta hallar la cavidad que conducía hacia abajo. Arriesgándose a perder conexión de radio con la embarcación descendieron, por el obscuro túnel, tan pequeño que solo les permitía atravesarlo a gatas. No habían pasado más de unos minutos cuando el profesor, al frente, detuvo la marcha de toda la fila al quedarse inmóvil ante una aparente salida.
El marino, impaciente, lo forzó a avanzar de un empujón, y al salir tras de él notó la razón de su inmovilidad: ante ellos, abovedada y esférica como una catedral, se alzaba una caverna de paredes y techo cuya regularidad resultaba imposible de forma natural. Salieron hacia ella, olvidando sus instrumentos en pos de sus propios ojos atónitos y maravillados. A un lado de las paredes, el más alejado de la entrada por la q llegaron, unas marcas extrañas llamaron su atención, y al verlas de cerca descubrieron que se trataban de la prueba de que, en efecto, la caverna no era del todo naturla, que había sido modificada por algún tipo de ser consiente: las marcas eran de una antigua escritura cuneiforme.
Del otro lado de la bóveda se alzaba una boca de piedra, una entrada mucho mayor, quizás comunicante a otra caverna, pero siempre con pendiente hacia abajo. Antes de que el intrépido marino o el curioso geólogo pudieran atreverse a asomar sus miradas algo los forzó a detenerse.
Un rugido, un feroz y gutural sonido inhumano, sonó desde el fondo del gran túnel. Un ligero temblor se sintió bajo sus pies, como el avance de una tropilla de caballos, y cuando notaron que comenzaba a umentar su intensidad un segundo rugido, y el eco hizo estremecer hasta la última fibra de cada expedicionario.
No dudaron en darse la vuelta. Marino, geólogo y biólogo tomaron el camino de regreso, gateando sobre rocas filosas como vidrios sin pensar en deshacerse las rodillas, movidos por un temor de muerte, de algo desconocido que yacía donde ningún ser humano hubiera pisado antes.
Entraron al batíscafo con desesperación, y un relámpago de lucides hizo a uno de ellos pensar en que uno de quienes entró no había salido. Esperaron casi un minuto, que les pareció una eternidad, pero el profesor Z no se hizo presente.
Ya en la superficie, tomaron rumbo al primer puerto, y no volvieron a verse unos a otros nunca más, ni a intentar encontrar de nuevo la caverna.
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