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sábado, 1 de agosto de 2009

Las cavernas (III)

El profesor Z analizó la primer parte de la grabación tres veces. El resto de la grabación, cuando se suponía que Hiarana caía al agua, se había estropeado, quizás por la misma presión del que destruyó la cámara.
Algo estaba oculto entre las estalagmitas de esa caverna, sin embargo Hiarana no podía recordarlo. De hecho, lo que recordaba no se lo había dicho: prefirió callar, tomar sus cosas e irse a su casa, con sus oscuras y protectoras hermanas; no podía culparla por ello, después de todo, con la situación que tuvieron.
El dejo de sensibilidad del profesor indicaba que aún había rastros humanos en él...
De un día para el otro organizó la expedición. Descendió él mismo hasta la caverna, en un batíscafo que casi se destruye en el acto por el accidentado trayecto. Tres hombres lo acompañaban, un biólogo, un geólogo y un marinero con experiencia en buceo y combate.
Recorrieron la caverna por al menos una hora, tomando muestras de minerales y fotos, buscando a cada centímetro rastros de algún ser en ese sitio, hasta hallar la cavidad que conducía hacia abajo. Arriesgándose a perder conexión de radio con la embarcación descendieron, por el obscuro túnel, tan pequeño que solo les permitía atravesarlo a gatas. No habían pasado más de unos minutos cuando el profesor, al frente, detuvo la marcha de toda la fila al quedarse inmóvil ante una aparente salida.
El marino, impaciente, lo forzó a avanzar de un empujón, y al salir tras de él notó la razón de su inmovilidad: ante ellos, abovedada y esférica como una catedral, se alzaba una caverna de paredes y techo cuya regularidad resultaba imposible de forma natural. Salieron hacia ella, olvidando sus instrumentos en pos de sus propios ojos atónitos y maravillados. A un lado de las paredes, el más alejado de la entrada por la q llegaron, unas marcas extrañas llamaron su atención, y al verlas de cerca descubrieron que se trataban de la prueba de que, en efecto, la caverna no era del todo naturla, que había sido modificada por algún tipo de ser consiente: las marcas eran de una antigua escritura cuneiforme.
Del otro lado de la bóveda se alzaba una boca de piedra, una entrada mucho mayor, quizás comunicante a otra caverna, pero siempre con pendiente hacia abajo. Antes de que el intrépido marino o el curioso geólogo pudieran atreverse a asomar sus miradas algo los forzó a detenerse.
Un rugido, un feroz y gutural sonido inhumano, sonó desde el fondo del gran túnel. Un ligero temblor se sintió bajo sus pies, como el avance de una tropilla de caballos, y cuando notaron que comenzaba a umentar su intensidad un segundo rugido, y el eco hizo estremecer hasta la última fibra de cada expedicionario.
No dudaron en darse la vuelta. Marino, geólogo y biólogo tomaron el camino de regreso, gateando sobre rocas filosas como vidrios sin pensar en deshacerse las rodillas, movidos por un temor de muerte, de algo desconocido que yacía donde ningún ser humano hubiera pisado antes.
Entraron al batíscafo con desesperación, y un relámpago de lucides hizo a uno de ellos pensar en que uno de quienes entró no había salido. Esperaron casi un minuto, que les pareció una eternidad, pero el profesor Z no se hizo presente.
Ya en la superficie, tomaron rumbo al primer puerto, y no volvieron a verse unos a otros nunca más, ni a intentar encontrar de nuevo la caverna.
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