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jueves, 24 de septiembre de 2009

Los últimos

_ Permanecía de pie ante la calle sin vida. Se tentaba a sonreir por la satisfacción de tener en él el poder para afectar a los demás, aquellos rivales que en aquel preciso instante estaban intentando escaparse, pero una voz le decía que no lo lograrían. Les daba ventaja, contando internamente los segundos que pasaban antes de echar a correr tras ellos.
_ "Sé que soy más rápido, que voy a detenerlos" decía para si mismo. "Ellos me temen, huyen de mí porque tengo el poder y lo usaré" repetía como una plegaria; era lo que iba a hacer, y no había nada en este mundo que pudiera hacerle olvidar eso, ni los vientos llenos de horribles recuerdos, ni el mortuorio silencio de la ciudad, ni los cadáveres de seres más antiguos regados por todas partes.
_ Estaba ansioso. Su sangre fluía veloz, su corazón galopaba como un potro salvaje. A quienes no podía ver los olía, o a otros los sentía, oyendo sus latidos y su aliento o de cualquier forma podría saber como llegar y condenar a cual quisiera a sentir sus garras sobre su pescuezo, o sobre el mismo corazón, daba igual. Contó los últimos segundos, y se lanzó ferozmente a la cacería. No hacía caso de los cuerpos de los cuerpos putrefactos que pisaba a cada paso, o de los charcos de sangre y fluidos nauseabundos que le salpicaban. El territorio que debía abarcar era toda la ciudad, y quizás otro día buscaría otras ciudades donde quedaran aún seres humanos con vida, presas de carne tibia y dulce a quienes atrapar.
_ Vió a su presa más ansiada subiendo hacia la terraza de un edificio de diez pisos. Hubiera esperado decepcionarse con una lenta actuación, de las que harían la cacería más aburrida, indigna de un cazador de su nivel, pero esa veloz aparición vaticinaba un momento entretenido. No necesitaba de las escaleras, solo saltaba de un piso a otro sujetándose de las cornisas. Ya había practicado bastantes veces esa situación, y había varias presas capaces de corroborarlo, si es que aún pudieran hablar.
_ En el interior del edificio los que alguna vez fueron activos empleados ahora eran inertes adornos en descomposición, manjares para moscas y gusanos servidos sobre los escritorios, por los pasillos y hasta entre los retretes.
_ A ellos no les importaban esos seres que apenas formaron una leve parte de su pasado, tan muertos y descompuestos que ya ni de comida servirían para ellos. Solo la cacería importaba ya, el no ser alcanzado, el huir o esconderse, y para aquel que tenía el poder era encontrar y alcanzar el único pensamiento. Y así encontró y alcanzó a su presa, llegados a la terraza; apenas la víctima se notó descubierto huyó en dirección opuesta, hacia el borde del edificio. Un prodigioso salto lo puso en la cima del edificio vecino, separado por casi cinco metros. Un instante y estaría junto a él, pensó el cazador, pero vió asomar desde destrás de un gran aparato la pierna de otra posible víctima. Ella no podía verlo desde ahí; permanecía estática y esperando no ser vista; estaba en las peores condiciones posibles en ese momento, y aún no lo sabía. El pedante cazador no se molestó en disimular sus pasos para no ser oído. Se lanzó al ataque con el escándalo de un pelotón de caballería. Y cuando la víctima salió de su escondite lo izo por el lado incorrecto, y cayó precisamente en manos del hombre con el poder, en sus feroces zarpas. La sujetó del brazo, aunque tan solo le bastara un contacto de tres segundos para dar la cacería por terminada.
_ - Ya fuiste! -dijo el cazador, altanero, con el sabor de la gloria en la boca- Ya está, ya la atrapé! -gritó, para que todos los demás involucrados en la cacería supieran de su victoria.
_ Uno a uno salieron a la luz tenue del atardecer y aproximándose para ver la presa acabada, satisfechos de no haber sido ellos.
_ -Es mi turno -dijo la presa cazada.
_ -El poder es tuyo -dijo el cazador anterior y se alejó.
_ La cazadora comenzó a contar internamente. Mientras lo hacía veía desde el alto techo toda la ciudad, de luto, bañada por el rojizo atardecer que solamente reflejaba el rojo de la sangre que regaba el suelo de cada casa, de cada calle, la firma en tinta roja de la dolorosa muerte. No sabía por cual razón la plaga que hizo a toda la población estallar en vómitos de sangre, espontáneamente y a un mismo tiempo, no los afectó a ellos. No estaba segura de como los jóvenes inmunes comenzaron a jugar ese juego para pasar el tiempo, cualquiera que fuere que les restaba hasta que el hambre y el olor a putrefacción los acabara matando.
_ La cuenta terminó, y la chica echó a correr, dejando de lado todo lo demás.

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